Hace casi 200 años la situación nacional no tenía nada que envidiar a la actual. Así nos lo trasmitió de una manera excepcional Mariano José de Larra, escritor, periodista y político, en una serie de artículos cuyo contenido, después de tantos años, sigue estando muy vigente.
Su trágica vida personal como su fundado y progresivo desaliento e inconformidad ante el rumbo de la sociedad y la política española de la época, quedaron reflejados en sus últimos artículos. Posiblemente el más notable de ellos es el titulado, “El día de difuntos de 1836”, publicado en el periódico El Español. En el texto y detrás de su acostumbrada ironía, mostraba un hondo pesimismo.
El artículo está marcado por la desesperanza y la melancolía que el periodista relaciona con su triste desilusión. Asegura que solamente los muertos son los realmente “vivos”, porque la gente de la calle (Madrid) vivía oprimida, reclusa en una sociedad sin arreglo, una sociedad “muerta”.
En su artículo, Larra se pasea por Madrid (para él un cementerio) y se detiene ante los edificios que encuentra en su camino (tumbas). Una crítica a las Instituciones, a los políticos, a la sociedad… Una situación que el escritor no acepta, no tolera, llegando a la conclusión que solo distingue una sola tumba: su corazón, su propia conciencia, descubriendo que no existe esperanza para seguir viviendo, que su interior está muerto.
Larra se suicidará unos pocos meses después, el 13 de febrero del año siguiente.
El día de difuntos de 1836
En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué
artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto… como dice alguien en El Califa. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro), encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un ministro de España y un rey, en fin, constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de diversión…
–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como si estuviera viendo representar a un actor español–: ¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen… como se ha llamado hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: «Y ni los v… ni los diablos veo». En el frontispicio decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado». En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la dignidad real. «La Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.» Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus pertrechos».
Los Ministerios: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres años».
Y podía haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23, y allí por descuido cayó al mar».
Y otra añadía, más moderna sin duda: «Y resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse: «Gobernación». ¡Qué insolentes son los que ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el pensamiento reposa,
en su vida hizo otra cosa.
Dos redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede ser.
«La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!»
Una figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La Bolsa. «Aquí yace el crédito español». Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en él una cosa tan pequeña?
La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.» Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí yace el Estatuto,
Vivió y murió en un minuto.
Sea por muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que vivió.
«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro.
El sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No había «aquí yace» todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.
Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!