Junto al
carpintero, el pescador, el leñador o la posadera, la lavandera, arrodillada
permanentemente a la orilla del río es uno de esos personajes entrañables del
Belén que no puede faltar en el mismo. Sin embargo, a diferencia de los
anteriores, la figura de la lavandera se inspira en algunos de los textos apócrifos
incorporándose a la iconografía navideña, aunque resulte muy poco conocida.
¿Por qué una
lavandera en el Belén? Según los Evangelios Apócrifos, en el nacimiento de
Jesús estuvieron presente dos parteras llamada Zelomí y Salomé, aunque también
se las nombra como Zaquel y Zebel (Protoevangelio de Santiago, 17-20, Evangelio de Pseudo Mateo 13-14, Libro de la Infancia
del Salvador 62-76, La Leyenda Dorada, etc.).
Estas mujeres,
preparadas para atender en todos los aspectos a las parturientas, ayudarían a
traer al mundo a Cristo y, tras el parto, lavarían en el río la ropa de la
Virgen y Jesús. Ese trabajo, entre sacrificado y sagrado, quedará reflejado e
inmortalizado para siempre en la celebraciones navideñas mediante su
tradicional representación en el Belén: la figura de la lavandera.
En una obra anónima
perteneciente a la decoración del Palacio de Riofrío de Segovia, se observa a
la izquierda de la escena de la Adoración de los Pastores, como una de las
parteras vuelve al pesebre con su colada sobre la cabeza.
También en el Santuario
de Nuestra Señora de las Ermitas, a medio camino entre Viana y A Rúa, en Orense,
figura, también a la izquierda de la escena de la Adoración de los Pastores, otra
figura femenina que regresa al pesebre con un cántaro sobre la cabeza. Estas
mujeres no solo se encargarían de atender el parto en sí, sino que realizarían
todas las tareas posteriores de atención y ayuda a la madre y recién nacido.
“Y he aquí que una
mujer descendió de la montaña, y me preguntó: ¿Dónde vas? Y yo repuse: En busca
de una partera judía. Y ella me interrogó: ¿Eres de la raza de Israel? Y yo le
contesté: Sí. Y ella replicó: ¿Quién es la mujer que pare en la gruta? Y yo le
dije: Es mi desposada. Y ella me dijo: ¿No es tu esposa? Y yo le dije: Es
María, educada en el templo del Señor, y que se me dio por mujer, pero sin
serlo, pues ha concebido del Espíritu Santo. Y la partera le dijo: ¿Es verdad
lo que me cuentas? Y José le dijo: Ven a verlo. Y la partera le siguió.
Y llegaron al lugar
en que estaba la gruta, y he aquí que una nube luminosa la cubría. Y la partera
exclamó: Mi alma ha sido exaltada en este día, porque mis ojos han visto
prodigios anunciadores de que un Salvador le ha nacido a Israel. Y la nube se
retiró en seguida de la gruta, y apareció en ella una luz tan grande, que
nuestros ojos no podían soportarla. Y esta luz disminuyó poco a poco, hasta que
el niño apareció, y tomó el pecho de su madre María. Y la partera exclamó: Gran
día es hoy para mí, porque he visto un espectáculo nuevo.
Y la partera salió
de la gruta, y encontró a Salomé, y le dijo: Salomé, Salomé, voy a contarte la
maravilla extraordinaria, presenciada por mí, de una virgen que ha parido de un
modo contrario a la naturaleza. Y Salomé repuso: Por la vida del Señor mi Dios,
que, si no pongo mi dedo en su vientre, y lo escruto, no creeré que una virgen
haya parido.
Y la comadrona
entró, y dijo a María: Disponte a dejar que ésta haga algo contigo, porque no
es un debate insignificante el que ambas hemos entablado a cuenta tuya. Y
Salomé, firme en verificar su comprobación, puso su dedo en el vientre de
María, después de lo cual lanzó un alarido, exclamando: Castigada es mi
incredulidad impía, porque he tentado al Dios viviente, y he aquí que mi mano
es consumida por el fuego, y de mí se separa.
Y se arrodilló ante
el Señor, diciendo: ¡Oh Dios de mis padres, acuérdate de que pertenezco a la
raza de Abraham, de Isaac y de Jacob! No me des en espectáculo a los hijos de
Israel, y devuélveme a mis pobres, porque bien sabes, Señor, que en tu nombre
les prestaba mis cuidados, y que mi salario lo recibía de ti.
Y he aquí que un
ángel del Señor se le apareció, diciendo: Salomé, Salomé, el Señor ha atendido
tu súplica. Aproxímate al niño, tómalo en tus brazos, y él será para ti salud y
alegría.
Y Salomé se acercó
al recién nacido, y lo incorporó, diciendo: Quiero postergarme ante él, porque
un gran rey ha nacido para Israel. E inmediatamente fue curada, y salió
justificada de la gruta. Y se dejó oír una voz, que decía: Salomé, Salomé, no
publiques los prodigios que has visto, antes de que el niño haya entrado en
Jerusalén”. (Protoevangelio de Santiago, Cap. 17- 20).
El “Protoevangelio
de Santiago”, obra del s. II, es el escrito apócrifo más
antiguo que se conserva íntegro, siendo, posiblemente, el que más ha influido
en las narraciones sobre la vida de María y de la infancia de Cristo. Este
escrito, en principio anónimo, fue atribuido a Santiago el Menor con el fin de
asegurar su autoridad, aunque no existe ningún indicio que permita confirmar la
autoría.
El término
“apócrifo” fue adoptado por la Iglesia para designar los libros “sagrados” de
autor desconocido, en los cuales se desarrollan temas ambiguos que, aun
tratando temas sagrados, no tenían solidez en su doctrina e incluían elementos
contradictorios a la verdad revelada. Esto hizo que estos libros fueran
considerados como “equívocos y sospechosos” y en general poco recomendables.
La escena de las
comadronas en el nacimiento de Jesús no solo se halla en el Protoevangelio
de Santiago, como hemos señalado, sino también en el Evangelio del
Pseudo Mateo cuya antigüedad se fija hacia mediados del
siglo VI (Caps. 13-14):
“Te he traído dos
comadronas, Zelomí y Salomé, mas no osan entrar en la gruta a causa de esta luz
demasiado viva. Y María, oyéndola, sonrió. Pero José le dijo: No sonrías, antes
sé prudente, por si tienes necesidad de algún remedio. Entonces hizo entrar a
una de ellas. Y Zelomí, habiendo entrado, dijo a María: Permíteme que te toque.
Y, habiéndolo permitido María, la comadrona dio un gran grito y dijo: Señor,
Señor, ten piedad de mí. He aquí lo que yo nunca he oído, ni supuesto, pues sus
pechos están llenos de leche, y ha parido un niño, y continúa virgen. El
nacimiento no ha sido maculado por ninguna efusión de sangre, y el parto se ha
producido sin dolor. Virgen ha concebido, virgen ha parido, y virgen permanece.
Oyendo estas
palabras, la otra comadrona, llamada Salomé, dijo: Yo no puedo creer eso que
oigo, a no asegurarme por mí misma. Y Salomé, entrando, dijo a María: Permíteme
tocarte, y asegurarme de que lo que ha dicho Zelomí es verdad. Y, como María le
diese permiso, Salomé adelantó la mano. Y al tocarla, súbitamente su mano se
secó, y de dolor se puso a llorar amargamente, y a desesperarse, y a gritar:
Señor, tú sabes que siempre te he temido, que he atendido a los pobres sin
pedir nada en cambio, que nada he admitido de la viuda o del huérfano, y que
nunca he despachado a un menesteroso con las manos vacías. Y he aquí que hoy me
veo desgraciada por mi incredulidad, y por dudar de vuestra virgen.
Y, hablando ella
así, un joven de gran belleza apareció a su lado, y le dijo: Aproxímate al
niño, adóralo, tócalo con tu mano, y él te curará, porque es el Salvador del
mundo y de cuantos esperan en él. Y tan pronto como ella se acercó al niño, y
lo adoró, y tocó los lienzos en que estaba envuelto, su mano fue curada”.
Mateo y Marcos, dos
de los evangelistas canónicos, son los únicos que realizan algún comentario
sobre el Nacimiento de Cristo. En sus escritos no hacen ninguna referencia al
suceso de las parteras, pero este episodio en los primeros siglos tiene una notoria
influencia y es plasmado con profusión en la iconografía, siendo admitida,
entre otros, por Clemente de Alejandría o San Zenón de Verona.
Desde las primeras
representaciones, la
figura de las comadronas se encuentra tanto en Oriente como en Occidente, como
atestigua la conocida cátedra del obispo Maximiano de Rávena, fechada a
mediados del s. VI. Realizada en marfil con fuerte influencia del arte
bizantino, cuenta con varios paneles entre los que se encuentra uno con la
escena del Misterio y en el que puede ver a la partera Salomé mostrando a María
su brazo dañado.
En las abundantes
representaciones posteriores aparecen una o dos parteras, ocupándose de atender
a María y al recién nacido, al que fajan, sostienen, alimentan, atienden en la
cuna o lo bañan, introduciendo así el naturalismo en la escena de la Natividad.
A partir del siglo XIV debido a las “Revelaciones de Santa Brígida de
Suecia”, las parteras asumen la posición de adorantes al estilo de ángeles
o pastores. Esto se observa claramente en la obra de Jacques Daret, la Natividad,
actualmente en el Museo Thysen de Madrid.
En el siglo XVI, el
Concilio de Trento corrigió la historia de las parteras por considerarla poco seria,
y las dos mujeres dejaron de figurar en las estampas del Nacimiento. Es verdad
que desaparecieron completamente del pesebre, pero popularmente se trasladaron
a la orilla de los ríos de los Belenes, construidos de cristal, con espejos o con papel de
plata, donde, incansablemente, lavan la ropa de María y su Hijo.
- Lavandera. Asociación de Belenistas de Pozuelo de Alarcón.
- Anónimo. Palacio de Riofrío de Segovia.
- Anónimo. Santuario de Nuestra Señora de las Ermitas. Orense.
- Nacimiento de Cristo. Duccio da Boninsegna.
- San José secando los pañales del Niño (fragmento). El Bosco.
- Políptico de la Biblioteca Morgan.
- Nacimiento de Cristo. Giotto.
- Cátedra de Maximiano. Rávena.
- Relieve del Santuario de Nuestra Señora de las Ermitas. Orense.
- Natividad. Jacques Daret. Museo Thyssen de Madrid.
- Lavanderas. Manuel Cabral Aguado.
2 comentarios:
Entrañable esta figura. Imposible un parto sin parteras en la antigüedad. Saludos.
Gracias Mara. Un Saludo
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