En el noroeste de la provincia de León, en la vertiente meridional de la Cordillera Cantábrica, se encuentra uno de los denominados Espacios Naturales de Castilla y León más sorprendente y único: el Parque Regional de Picos de Europa. Creado en 1994 es, sin discusión, uno de los más importantes tesoros naturales de España, con un paisaje y relieve espectacular debido a la enorme diferencia entre las cotas de valles y montañas, donde algunas de ellas llegan a sobrepasar los 2.500 m.
El Parque Regional de Picos de Europa, no debe confundirse con el Parque Nacional, que ocupa territorio de tres provincias: Asturias, Cantabria y León. El Parque Regional se ubica únicamente en León, ocupando más de 1.200 km2 de la provincia leonesa, manteniendo no solo una protección institucional por su calidad paisajística y ecológica (Zona Natural de Interés Especial), sino también la defensa de las especies arbóreas (Catálogo de Especímenes Vegetales de Singular Relevancia) y de lagos, lagunas, etc. (Zona Húmeda Catalogada). Cuenta, además, con un plan especial de recuperación del oso pardo (Plan de Recuperación del Oso Pardo) y del urogallo cantábrico (Zona de Especial Protección para el Urogallo Cantábrico), estando catalogado asimismo como LIC (Lugar de Interés Comunitario) y ZEPA (Zona de especial Protección para las Aves).
Dentro del Parque Regional se localizan los municipios de Boñar, Puebla de Lillo, Reyero, Crémenes, Prioro, Boca de Huérgano, Riaño, Acevedo, Posada de Valdeón, Oseja de Sajambre, Riaño, Acevedo, Maraña y Burón. Estos tres últimos conforman el Valle de Valdeburón, enclavado en lo que hoy se conoce como Montaña de Riaño y situado en una de las colas del embalse de Riaño.
Entre las rutas interesantes existentes en el valle de Valdeburón, nos decidimos por visitar los valles de Mirva y Rabanal, que parten en dirección norte desde la localidad de Burón, población que se salvó de quedar bajo las aguas del pantano de Riaño gracias a encontrarse por encima de los 1.100 m, aunque algunos edificios emblemáticos, incluida su iglesia, tuvieron que ser desmontados y trasladados.
El pasado sábado 24 de octubre fue el día elegido aprovechando el pequeño paréntesis que dejaron las abundantes lluvias de principio de otoño. Durante el viaje desde la capital disfrutamos, como siempre, del increíble paisaje del norte de la provincia, más ahora con la variedad de colores que brindan estas fechas. Pero también de algunas otras sorpresas, como poder observar una familia de venados al lado mismo de la carretera o descubrir entre las ramas de los chopos, descarnados ya de hojas, el mágico y perseguido muérdago.
El nuevo Riaño se hace parada obligada para recrearse en la vista que ofrece el imponente y controvertido pantano bordeado de cumbres calizas, entre las que sobresale, siempre imponente, el pico Yordas. Burón se encuentra a escasos kilómetros de Riaño, concretamente a 11 kilómetros en dirección norte, en una de las colas que posee el pantano, y hasta allí llegamos en apenas 20 minutos. Nos cuentan que, en plena temporada de deshielo, vecinos de Riaño se acercan hasta aquí a comer o tomar unas cervezas en sus pequeñas motoras.
Es una población histórica, siendo parte de las tierras que ocuparon los vadinienses, tribu cántabra sometida a los romanos y que dejó su huella en las cuantiosas estelas funerarias de cuarcita que nos han llegado. Las fuentes romanas contaron la gran victoria conseguida sobre este pueblo en lo que al parecer fue su principal ciudad: Bérgida. Hay diversas opiniones sobre su localización, pero D. Eutimio Martino, afirma que es muy probable que se encontrara en los aledaños de lo que hoy es la localidad Burón. En el s. I aC comentaba Estrabón de los vadinienses:
Todos los montañeses son sobrios, beben solo agua, duermen en el suelo, llevan el cabello largo igual que las mujeres. Luchan ciñéndose el pelo a la frente con una cinta. Todos visten de negro, la mayoría un capote negro de lana con el que duermen en la paja. Las mujeres llevan vestidos con adornos florales.
Comen frugalmente carne de macho cabrío y sacrifican a Ares prisioneros y caballos. También se alimentan de bellotas, que secan, machacan y luego muelen para hacer pan que luego conservan por tiempo indefinido. Beben cerveza utilizando vasos de madera; tienen escasez de vino y en lugar de aceite usan manteca.
Comen sentados, pues tienen bancos alrededor de las paredes y mientras beben danzan a coro al son de la flauta y trompeta, dando saltos y haciendo genuflexiones.
Ponemos fin a nuestro viaje en bus en las afueras de Buron, una vez atravesado el pueblo en dirección al puerto de Tarna, concretamente donde se encuentra el Área Recreativa de Mirva, un espacio de ocio y recreo al aire libre, adaptado a personas con movilidad reducida, y que toma el nombre del valle y del arroyo que lo recorre de norte a sur. Este nombre, tan original, parece ser que tiene un origen prerromano y aún hoy, después de más de dos mil años, se sigue utilizando.
Desde allí realizaremos una de las rutas señaladas y marcada como PR-LE 21, que recorre hacia el norte, en suave ascenso, todo el valle de Mirva hasta llegar a Prao Llao (Prado del Lago), desde donde se desvía unos cientos de metros hacia el este hasta alcanzar el Alto de la Giesta (1440 m), para posteriormente entrar en el valle de Rabanal y, en dirección sur, seguir el curso del arroyo del mismo nombre hasta alcanzar nuevamente la localidad de Burón, en el otro extremo opuesto al Área Recreativa. En total serán 13 kilómetros, la mayoría de ellos por pistas bien señalizadas.
Sobre las 10: 30 de la mañana iniciamos la ruta. El agradecido sol de finales de otoño se filtra entre los escasos cirros animando a disfrutar del día. Dejamos a nuestra izquierda el Área Recreativa, delimitada por un moderno cercado de madera, que se encuentra encajada entre dos grandes peñas: a nuestra derecha la Magdalena y a la izquierda la Cueva. Estas dos alturas son el inicio de las dos cadenas de macizos alomados que encajonan el tortuoso curso del arroyo Mirva y que soportan laderas muy boscosas.
El camino corta en algunos de sus tramos los amplios pastizales, lo mismo que hace el serpenteante riachuelo saturado en sus orillas por rosales silvestres o escaramujos, ahora sin apenas hojas, pero colmado de espinas y de sus característicos frutos rojos o tapaculos. Mezclados y entrelazados con ellos, salgueras y robles alevines plagados de barbas de capuchino. Las retamas ocupan las laderas del camino, junto con los esqueletos grises, pero esbeltos todavía, de enormes cardos.
Tropezamos a la orilla del camino con varios manzanos silvestres, que nada tienen que ver con el conocido árbol frutal. El silvestre presenta un fruto de pequeño tamaño, llamado perucha, que se utiliza como alimento del ganado, pero también para hacer licor de manzana teniendo como base el orujo.
A un par de kilómetros de la salida se encuentra la fuente del Arco, ahora no recomendada para el consumo. Unos metros más adelante, los pastizales se ensanchan cerca de la ladera conocida como la Majadina, siendo aprovechados por el ganado, en este caso caballar, entre los que se aprecian buenos ejemplares para carne. A la izquierda un refugio de piedra sobre una pequeña loma, justo antes de llegar a la entrada de un pequeño valle que se dirige al oeste, hacia el lugar conocido como Cogulla de las Posadas, por el que desciende uno de los riachuelos que alimentan el exiguo curso del Mirva, que cruzamos sin problemas.
Poco a poco y siempre en ligera subida, nos acercamos a la cabecera del valle que se muestra dividido en dos ramales. El camino continua hacia la izquierda, siguiendo el curso del Mirva, hacia el bosque de Relluengo. Sin embargo, la señalización de la ruta PR indica hacia la derecha, directos a un pequeño pastizal y, más adelante, a un camino forestal que se introduce en una zona frondosa teñida de intensos tonos rojizos y amarronados. El bosque y sus colores nos envuelven coincidiendo con una fuerte subida, que se salva con curvas y contracurvas. Nos adentramos en el bosque de las Eras, un hayedo no muy tupido pero cargado de encanto.
Cautiva la falta o mutación de los sonidos, la quietud que todo lo invade. El espectáculo de color resulta extraordinario, con la explosión de tonos rojos, marrones, amarillos, … El silencio, los colores, la ausencia de luz directa, la alfombra de hojas doradas y el afloramiento de rocas calizas entre los troncos abatidos, supone que adentrarse en el interior del hayedo sea penetrar en un mundo de fantasía.
Se dice que los hayedos son los templos, los auténticos santuarios sagrados de la Naturaleza. Y es que las hayas son capaces de controlar su entorno, estableciendo un auténtico parasol natural e indispensable para fijar un ecosistema particular. Estos árboles consiguen orientar sus hojas y situarlas en un plano inclinado para atenuar el calor y evitar así una evaporación excesiva en el interior del bosque. Esta situación es muy difícil de soportar para la mayoría de las plantas y, como consecuencia, el hayedo ha desplazado de su interior al roble, al abedul, al acebo o al serbal, propios de esta latitud, relegándolos a los claros o linderos del bosque.
La subida por el sendero, cubierto por una alfombra de hojas de mil tonalidades, se endurece. En ocasiones el sol penetra por algunos de los huecos que el hayedo le permite y los colores se encienden. Ese es el momento de hacer un descanso en el camino para admirar el escenario y descubrir los pequeños rincones donde se esconden los helechos, amantes de la humedad, el musgo y los líquenes, que tapizan calizas y troncos caídos que sirven de sustento a los hongos de la miel, seta que parasita y descompone los árboles, siendo, en parte, culpable de la existencia de tantos árboles abatidos.
El bosque desaparece al finalizar la subida. Vuelve el espacio abierto con la llegada al collado de Prao Llao o Prado del Lago, una majada donde se forma ocasionalmente una pequeña laguna, ahora seca, en un lugar donde el suelo resulta impermeable, de ahí su nombre. Es posible que el pequeño lago sea el final de un pequeño glacial, ya que el collado está “sembrado” de cantos rodados que son, sin duda, producto de la erosión en un antiguo cauce helado.
Desde Prao Llao se tiene una vista espléndida. Enfrente el valle de Rellerengo, a la izquierda la Sierra de Pármede, con su altura de casi 2000 m: Pico de Pármede; a la derecha las alturas del Pico Gildar y un poco más lejos el Pico Cebolleda, que pasan también los 2000 m. Enfrente, a lo lejos, una impresionante vista de los Picos de Europa con las elevaciones calizas del Cornión y los Urrieles.
Abandonamos la ruta PR por unos minutos y continuamos hacia la izquierda para disfrutar de la parte alta del bosque de Relluengo, donde se encuentran algunos enormes ejemplares de hayas que, por su tamaño, deben rondar los 150 años. Mientras se disfruta de la visión de estos retorcidos y nudosos árboles centenarios y se toma un tentempié, descubrimos por los alrededores del sotobosque acebos y tiernos robles, pero también, sobreviviendo entre los brezos y abriéndose paso entre la hojarasca, los últimos colchicos o robameriendas, junto con algunas florecillas amarillas que aun persisten, como la pata de perro o la hierba de las golondrinas. Localizamos también un ejemplar rastrero de ortiga muerta, con su banda central blanquecina que siempre le aparece con la llegada del frío. Justo al lado, unos codiciados hongos de ostra instalados sobre un tocón de haya.
Volvemos sobre nuestros pasos hacia Prao Llao, para proseguir por la ruta señalada hacia el mirador natural del collado, dejando a nuestra derecha una torreta de vigilancia. Desde el mirador se divisa todo el valle de Rellerengo, incluido el pequeño pueblo de Retuerto, muy cercano a la carretera que lleva al cercano puerto del Pontón.
La patrona del Ayuntamiento de Burón es Nuestra Señora del Pontón, titular de la ermita que se encuentra muy cerca de allí, en la vertiente sur del puerto. La ermita se levantó como agradecimiento por la gran victoria cristiana de Pontuvio (la “segunda Covadonga”) en el s. VIII, entre los invasores musulmanes y las tropas de Fruela. Alfonso VII de León autorizó y promovió en el s. XII que se construyera junto a la ermita un caserío destinado para albergue de viajeros, ganaderos y peregrinos.
Iniciamos la bajada a la derecha pasando por el pico Burín hasta la desviación que señala los 0,6 km. a Retuerto y los 6.5 Km. a Burón. Nos encontramos en la mitad del camino. De manera brusca se inicia a la derecha una subida muy pronunciada siguiendo la indicación de la desviación a Burón, ya en dirección sur. Este primer tramo transcurre ya por la ladera este del collado Rioseco, donde existe otro balcón natural desde el que se tiene una vista espléndida del valle del Río Tuerto, valle por el que transcurre la carretera de Vegacerneja al Pontón, y de los bosques que ocupan las laderas con sus sorprendentes colores de otoño.
Aunque la temperatura continua siendo buena, comienza a lloviznar y hay que abrir algún paraguas. El alto de la Giesta (1354 m.) señala el punto más elevado de la ruta y el final de la lluvia, que permitirá cómodamente encarar la bajada al próximo valle.
Una vez en el collado de la Giesta, el camino gira a la derecha y desciende vertiginosamente introduciéndose en un nuevo hayedo, mientras desaparece entre la hojarasca. Vuelven los mágicos colores y el silencio, solo roto por el sonido de nuestros pasos sobre las hojas, mientras bulle alrededor el mundo secreto que vive y se desarrolla junto a las hayas. Allí se descubren nuevos ejemplares de hongos de la miel sobre restos de árboles caídos y troceados por efecto de este patógeno que continúa su labor hasta hacerlo desaparecer por completo.
Junto a la hayas, helechos, algunos todavía verdes, líquenes, musgo y hasta trébol, que tapizan y se extienden por ramas, troncos y peñascos. También es lugar propicio para variados ejemplares de setas. Tuvimos la suerte de descubrir y fotografiar sobre un haya unos impresionantes ejemplares de hongo de yesca, denominado así porque se utilizaba como yesca para hacer fuego. Es otra especie patógena que crece sobre los árboles a los cuales infecta originando que se pudran lentamente.
Esta seta se la conoce también como hongo de pata de caballo, por su forma, u hongo del hombre de hielo, porque curiosamente Ötzi, el “hombre de hielo” (5000 años de antigüedad) que se descubrió en los Alpes hace algunos años, llevaba encima algunos trozos de este hongo como “yesca” para encender fuego.
Pero el ecosistema del hayedo, gracias a su abundante hojarasca que en su descomposición acidifica los sustratos, también nos ofrece otros ejemplares de setas. Conseguimos ver, aunque ya en no muy buen estado, ejemplares de la siempre vistosa y peligrosa amanita muscaria, las apreciadas lepiotas o pequeñas muestras de la curiosa lacaria amatista.
Se desciende en zig-zag hasta llegar al inicio del valle, donde la pendiente se suaviza hasta alcanzar un claro donde comparten espacio los prados, el matorral y la joven arboleda, con la abundancia de agua, al confluir en el lugar numerosos riachuelos ocultos por tupidos helechos que forman, metros más abajo, el arroyo de Rabanal que discurre por el valle del mismo nombre.
El sol preside nuestra llegada a las primeras praderonas del valle. El valle de Rabanal es muy similar al de Mirva, aunque resulta más angosto y sinuoso. Durante los primeros metros el camino discurre por el lado izquierdo del riachuelo, para más adelante y una vez cruzado, se transforma en calzada apta para vehículos, mientras que pastizales y riachuelo quedan a nuestra izquierda. Es una zona en donde los prados presentan múltiples destrozos por acción de los jabalíes que hozan en el suelo buscando lombrices, y en donde aparecen varios hongos de prados, como los blanquecinos y conocidos como pedo de lobo.
Hacia la mitad del valle llama la atención un gigantesco tronco seco y hueco, posiblemente un roble, tendido en un prado al otro lado del arroyo. Parece un lugar bastante frecuentado y en el que se aprecian huellas de habituales trabajos de monte.
El enorme tronco, con sus correspondientes hongos de miel, es el centro de un paraje privilegiado: se encuentra en el centro del valle, cercano al arroyo, con verdes praderas y laderas boscosas y, como vista, hacia el sur, el rey de Burón, el Pico Burín (en Riaño Yordas), una montaña caliza de cerca de 2000 m., cónica y con su característica imagen de cima tumbada.
Continuamos hacia Burón mientras lentamente se va ensanchando el valle y las praderías van ganado terreno a las laderas. Unas instalaciones para carga de ganado nos indican la importancia de las cabañas ganaderas de la zona, que comprobamos un poco más adelante cruzando por entre numeroso ganado bovino y varios ejemplares de caballar.
Dejamos atrás una pequeña fuente, que contrasta con la ahora total sequedad del curso del arroyo Rabanal, que muestra en su cauce únicamente los cantos rodados. Estamos ya a menos de un kilómetro de la carretera y de Burón, del que ya se aprecian algunas construcciones, entre las que sobresale con su gran espadaña la iglesia parroquial dedicada a San Salvador, del s. XVI, realizada en piedra, que fue trasladada desde la parte baja a su actual emplazamiento, debido a la inundación del pantano.
El pequeño pueblo de Burón dispone de unos buenos ejemplos de la arquitectura señorial. A imitación de las grandes casas asturianas el Palacio de los Gómez de Castro, que fue sede de la Merindad de Valdeburón, es un edificio renacentista (s. XVII) de dos plantas, destacando las seis arcadas sobre pilares en la parte baja y, en la parte superior, una galería sobre columnas. Otro impresionante edifico con el que contaba la localidad es el Palacio de los Allende, que aún hoy aparece desmontado, debido a la inundación del pantano y que se encuentra a la espera de su ubicación definitiva. La familia Allende, que dirigía varias empresas mineras, construyó a principios del s. XX el edifico de las escuelas, que hoy es la actual sede de Ayuntamiento.
Tras un pequeño aseo, nos acercamos al restaurante Nuestro Rincón (desatinadamente con nombre vasco), en donde después de unas cervezas y … también algunas sidras, nos esperaban unas patatas con jabalí, un lomo al cabrales y un exquisito hojaldre con crema, además de disfrutar de una sobremesa en la que cada uno comentó la experiencia de la jornada.