El primer concilio que se celebró en Hispania por la iglesia cristiana, fue el Concilio de Elvira (o de Llíberis), ciudad cercana a la actual Granada entre el 300 y el 324 dC. En aquel primer concilio, al que asistieron 19 obispos y veintiséis presbíteros de toda la Península, se trató de numerosos temas y se establecieron 81 Cánones, alguno tan trascendente como el del celibato.
Uno de los Cánones habla ampliamente de los “cementerios” y entre sus recomendaciones y prohibiciones se encuentra la siguiente: “Las mujeres no deben trasnochar en los cementerios, porque algunas veces con el pretexto de orar comenten maldades”.
Esta prohibición, a comienzos del s. IV, demuestra lo arraigadas que se encontraban las fiestas o celebraciones de difuntos, que en un inicio se celebraban en primavera para festejar la muerte de la Virgen, pero también la de los apóstoles y de múltiples mártires y justos.
En el s. IX, concretamente en el 835, el papa Gregorio IV introdujo para toda la cristiandad la fiesta de difuntos en otoño. Sin embargo, fue su contemporáneo, el hijo y sucesor de Carlomagno, el emperador Luis I el Piadoso (Ludovico Pio), quien fijo el 1 de noviembre para honrar a todas las almas bienaventuradas. El abad de Cluny, San Odilón, a finales del s. X, promovió prolongar la fiesta al día siguiente, con el fin de rezar por el resto de las almas fallecidas que aun se encontraban purificándose en el Purgatorio.
Estas celebraciones religiosas otoñales, aprovechaban un tiempo de cierto ocio en las sociedades agrícolas medievales una vez finalizadas las faenas de recolección, aunándose con conmemoraciones profanas donde imperaba la fiesta, los cánticos, el baile y la comida abundante. Concretamente en León sobresalen dos: el magosto o calbote y la matanza o sanmartino. El cerdo y la castaña son protagonistas de estas festividades, donde la gente se reúne junto al fuego, a veces toda la noche, se asan castañas, se bebe abundante orujo y, sobre todo, se narran cuentos e historias.
A pesar del cambio continuo de fechas en las celebraciones de difuntos, siempre promovido por el poder o la Iglesia, la tradición y creencias populares no desaparecieron. Muchas de ellas continuaron a través de los siglos, como la antigua creencia egipcia que aún se mantiene en algunos lugares, de que las almas de los difuntos visitan su antiguo domicilio una noche al año, dando lugar a que dejaran comida a sus seres queridos y lamparillas o candiles encendidos al lado del sepulcro, para guiarles hasta allí.
En España, con múltiples peculiaridades locales antiguas y actuales, cuando el cementerio no se encontraba dentro de las iglesias, parroquias, conventos u hospitales, era costumbre pasar la tarde y la noche del 1 de noviembre, fiesta de Todos los Santos, al 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, velando la tumba del ser querido, además de visitar a otras familias que hacían lo propio sus familiares. Previamente, los días anteriores se acudía al cementerio con el fin de asear y adornar con esmero el sepulcro.
El cementerio se llenaba de antorchas, palmatorias o lamparillas de aceite que alumbraban los distintos corros de familias que se formaban alrededor de la sepultura, y de soniquetes monótonos producidos por los rezos de letanías y rosarios. A veces, se encendían hogueras y se contaban sucesos excepcionales ocurridos en otros años en el mismo lugar, mientras el frio del otoño hacía que corriera profusamente el orujo entre la gente, sobre todo al final de la velada.
Los cada vez más continuados excesos en las celebraciones, hicieron que las autoridades prohibieron estas veladas al final del XVIII. La costumbre continuó pero limitándose a visitar los días de difuntos los cementerios, adecentando y llenando de flores las sepulturas de los seres queridos.
Actualmente, las tradicionales fiestas de difuntos y santos en España se reducen a una corta visita familiar al cementerio, donde se colocan ramos de flores sobre los sepulcros de los seres queridos, y fuera de ellos, en el consumo de los dulces del momento, como los huesos de santo y los buñuelos de viento.
Sin embargo, las costumbres parece que ahora cambian más rápidamente. Hasta hace pocos años, no se concebía la fiesta de Todos los Santos sin la representación teatral o televisiva de Don Juan Tenorio, el conquistador sevillano que pretendía burlarse de la muerte. En cambio, la mascarada norteamericana de Halloween, que se encuentra con profusión en series de televisión y películas, pero que tiene un origen celta, adquiere un auge inusitado entre los jóvenes urbanos de nuestro país.
Ahora se ha desbordado, pero en origen, los niños estadounidenses cubiertos con sábanas y portando calabazas vaciadas con velas en el interior, recorrían los vecindarios para pedir donativos la noche del 31 de octubre. Sin embargo en Huesca y en pueblos de Madrid, mucho antes que EE.UU., los niños pedían monedas y dulces llevando también calabazas (es la época) vacías e iluminadas con velas, que después abandonaban en lugares especiales con el fin de asustar a las mujeres del lugar.
- Día de Difuntos. M Friant.
- Gregorio IV. Laude Crucis.
- Luis I, el Piadoso. Jean-J. Dassy.
- San Odilon, Abad de Cluny.
- La noche de difuntos. M. Poy Dalmau.
- El día de los muertos. Willian Adolphe Bouguereau.
- Estudio 1, 1966. Paco Rabal y Concha Velasco. Don Juan Tenorio.
- Día de Difuntos. M Friant.
- Gregorio IV. Laude Crucis.
- Luis I, el Piadoso. Jean-J. Dassy.
- San Odilon, Abad de Cluny.
- La noche de difuntos. M. Poy Dalmau.
- El día de los muertos. Willian Adolphe Bouguereau.
- Estudio 1, 1966. Paco Rabal y Concha Velasco. Don Juan Tenorio.