Dentro de unas horas, un nuevo año.
Nuevas ilusiones, nuevos proyectos, nuevas esperanzas ...
Es momento de celebraciones, de música, de baile, con el sonido de la música, con The sound of music ...
Feliz año nuevo!!!!
Dentro de unas horas, un nuevo año.
El pasado mes de septiembre los periódicos leoneses se hacían eco del torneo de "chichimoni" que se iba a celebrar en la Provincia. Según la noticia, el promotor del juego en España y de los campeonatos nacionales que se vienen realizando desde 1987, es un leonés descendiente de su "inventor", un pastor nacido en Bercianos del Real Camino (León) y que, según se cuenta, en el siglo XVIII y debido a las largas horas sin apenas entretenimiento que dedicaba al cuidado del rebaño, concibió o "inventó" el juego de las "chinas" (piedras), mas tarde denominado "chinos" o "chichimoni", como popularmente se le conoce por esta zona.
El proceso del juego es simple. Consiste en adivinar el número total de "chinas" que varios jugadores (mínimo dos) guardan en su mano. Es básicamente un juego de azar, pero no hay que menospreciar la picardía y la astucia que jugarán un papel importante para ganar, y que son utilizadas por los jugadores veteranos para "desplumar" al novato que abonará las sucesivas rondas de consumiciones, ya que, principalmente, es un juego de bar y taberna.
Básicamente el juego se desarrolla de la siguiente manera: cada jugador tiene tres piedras, monedas, etc.; con las manos a la espalda, se esconden en la mano derecha, o la que se determine, una, dos, tres o ninguna piedra, mostrando a continuación la mano cerrada que contiene la apuesta. Por turno, cada jugador señala una cifra, tratando de adivinar la suma total de piedras que contienen todas las manos, sin repetir ninguna cifra ya adjudicada a otro jugador. Al final de la cita de cifras, se abren las manos, se cuenta el total de las piedras y se determina que jugador ha acertado, pasando a continuación a una nueva ronda hasta que alguno de los jugadores alcance los puntos preestablecidos para ganar.
Pero este tipo de juego, consistente en adivinar un número como suma de objetos propuestos por uno, dos o más individuos, no es nuevo. Desde la antigüedad, existe el conocido juego de "la morra", que cambia el objeto por los propios dedos de la mano, por lo que los "chinos" o el "chichimoni" resulta, simplemente, una variante del ancestral juego.
Los romanos lo hicieron muy popular, extendiendo la práctica y afición al juego por todo el Imperio, dándole un magnífica denominación: "chispeo de dedos" (micare digitis), pero fue y es mundialmente conocido como juego de "la morra".
Como hemos señalado, Roma lo divulga, pero la primera referencia se remonta al antiguo Egipto, donde aparecen representados en el friso de dos tumbas de importante dignatarios egipcios, dos personajes jugando a la morra. En Grecia, aunque no existe testimonio escrito, si se muestra pintado en un par de vasos, en los que claramente se aprecian dos personajes enfrentados practicando el juego.
Se conocen antecedentes en lugares tan lejanos como China o las islas del Pacífico, pero es en Italia donde pervive con fuerza. En España, la influencia del juego se centra en las provincias catalanas y aragonesas, territorios de la antigua Corona de Aragón, que importó el juego a la Península gracias a su influencia y posesiones italianas durante la Edad Media.
- Paisaje con jugadores de morra. Pieter van Laer.
- Jugando a los "chinos". Fotografía de Carlos Roma.
- El juego de morra. Johann Liss.
- Tumba nº 15 de Beni-Hassan. Imperio Medio.
- Tumba Tebana nº 36, llamada Tumba de Aba. XXVI Dinastía.
- Jugadores de morra. Anónimo.
- Vaso griego. Museo de Munich.
- El juego de la morra en Roma. Bartolomeo Pirelli.
Los primeros encuentros diplomáticos que realizan los reinos hispanos con estados europeos, se producen desde el Reino de León en tiempos de Alfonso VI. En cambio, será su nieto el rey leonés Alfonso VII, quien iniciará las relaciones con el norte de Europa, en este caso con Alemania, enviando las primeras embajadas leonesas al continente con objeto de incrementar su prestigio personal como Imperator totius Hispaniae.
Estos contactos obtienen pronto sus frutos, permitiendo al monarca leonés emparentar con las casas reales centroeuropeas, concretamente con el linaje imperial, al casarse en segundas nupcias con la princesa Richilda, conocida en las fuentes leonesas como Rica, hija del rey polaco Ladislao y emparentada con los Staufer.
El matrimonio de Fernando III con Beatriz de Suabia, implica la posterior reivindicación de su hijo Alfonso X al trono imperial. Esta pretensión generó importantes contactos con ciudades y reinos europeos: Portugal, Hungría, Marsella, Pisa, Francia, etc. Entre estos encuentros, destaca la alianza de León y Castilla con el reino de Noruega firmada en 1256.
Según destaca la “Crónica de Alfonso X”, que decide escribir el propio monarca al final de su reinado, el reino hispano establece con la corona noruega, concretamente con el rey Haakon IV, un acuerdo de relaciones que se confirma con la petición de mano de la hija del rey noruego, la princesa Cristina, ya que, según cuenta la Crónica, Alfonso pretendía repudiar a su esposa Violante por falta de un heredero.
No obstante, la historiografía noruega cuenta con mayor credibilidad al haber sido escrita poco después de los hechos. La narración señala que, mediante una embajada, Alfonso X solicitó la mano de la princesa no para sí, sino para uno de sus hermanos. El rey Haakom IV de Noruega accedió a la petición con la condición de que la princesa pudiera elegir entre los hermanos del rey, el que más le agradara.
En 1257 varias naves vikingas partieron del puerto de Bergen en dirección sur, hacia la Península Ibérica. A bordo de una de ellas se encontraba la princesa Cristina de Noruega, una exótica joven, alta, hermosa, dulce y seductora, “de bellos ojos azules como nuestro cielo, largas trenzas rubias como nuestro sol, y de tez blanca como la nieve de los montes escandinavos”, como diría un cronista hispano. Había nacido en Tonsberg en 1234, por lo que contaba con 23 años, y era hija del citado Haakon IV, que posee una biografía apasionante, y de Margarita Skulesdatter.
Le acompañaban altos representantes noruegos, damas y una importante hueste, al mando del obispo Pedro de Hamar. El séquito hizo escala en Inglaterra, después recaló en Normandía, para seguir por tierra hacia Narbona, Gerona y Barcelona, siendo recibido en todos los lugares con singular interés y honores.
En el mes de diciembre la princesa vikinga llega a Soria, donde es recibida por el obispo de Astorga y el infante Luís, hermano del rey, quienes la acompañarán hasta Burgos y más adelante a Valladolid, donde se entrevistará por primera vez con Alfonso X, y elegirá como esposo al infante Felipe, que llegó a ser obispo de Osuna, abad de la Colegiata de Covarrubias y arzobispo de Sevilla, pero que no tenía vocación de vida eclesiástica.
La boda se celebró en Valladolid el 31 de marzo de 1258. De esta manera, el vínculo matrimonial comprometió a los dos reinos; mientras el noruego conseguía una fuerte alianza para mantener su control del comercio en el Báltico y se acercaba al posible emperador, el reino hispano se protegía de un probable conflicto armado con los nobles del norte de Alemania, que se oponían a la pretensión de Alfonso X al trono imperial.
Tras el matrimonio, la pareja se estableció en Sevilla, en el Palacio almohade de Bib al Ragel, hoy desaparecido. Existen indicios de un posible viaje a Santiago de Compostela antes de su matrimonio o inmediatamente después, lo que significaría el obligado paso por la ciudad de León de la princesa vikinga a comienzos de 1258.
Varias fuentes coinciden en que, antes del matrimonio, la princesa obtuvo de su esposo la promesa de levantar un templo bajo la advocación de su antepasado San Olaf, del que era gran devota, y que ya era conocido en la Península, no precisamente por su santidad, sino por sus incursiones armadas a la costa e interior del Reino de León a finales del primer milenio.
La biografía de Olav Haraldsson, considerado “padre de la Patria”, se difumina en las sagas medievales escandinavas en las que la leyenda y la historia se entremezclan, confundiéndose el final de los cultos paganos con los inicios del cristianismo.
Durante su adolescencia, ss. X-XI, participó en numerosas irrupciones vikingas por tierras bálticas y británicas, para acabar más al sur, en el litoral hispano, que fue varias veces saqueado. Precisamente fue en el occidente del Reino leonés, donde Olav tuvo un sueño revelador. Una “voz” le indicó que volviera a Noruega, porque allí sería rey para toda la eternidad. Olav regresó sobre sus pasos y en Normandía, concretamente en Rouen, se hizo bautizar y aprendió todo lo necesario sobre la evangelización, con el fin de regresar a Noruega en el año 1015, establecerse como rey y recuperar con las armas la mayor parte de territorio noruego, en aquellos momentos en manos de suecos y daneses.
En el año 1030, Olav Haraldsson encuentra la muerte y la santidad en la batalla de Stiklestad, en un enfrentamiento con la levantisca nobleza noruega, que simboliza para el país el fin de la etapa pagana vikinga y el paso a la Edad Media cristiana.
Pero volvamos a la infanta Cristina. Poco se conoce de la vida social de la princesa nórdica durante su estancia en Sevilla. Recluida en su palacio, se sabe que acudía con frecuencia a la iglesia de San Lorenzo, una antigua mezquita almohade. Cuatro años después de su llegada a España, en 1262, enferma y fallece sin descendencia cuando contaba 28 años, a consecuencia de una importante infección auditiva que suele provocar insoportables dolores, y que se complicó con una meningitis a juicio de los expertos. Sin embargo, la leyenda atribuye la muerte de Cristina al calor y ambiente asfixiante de Sevilla y el Guadalquivir, a su incierto futuro, y a la tristeza, melancolía y nostalgia de su tierra y de sus gentes.
Posiblemente, el silencio que mantuvo la princesa durante su corta vida en España, derivó en olvido tras su muerte, y su lugar de enterramiento se perdió entre los siglos, aunque se sospechaba que pudiera estar enterrada en la Colegiata de Covarrubias, donde su esposo había sido abad. En el año 1958, el que fue arcipreste e investigador de la Colegiata, D. Rufino Vargas, descubrió en los archivos del templo el documento donde aparece, entre otras, la concluyente cita:
“D. Fernando Roiz sucedió al Infante D. Felipe Fernández, hijo del Santo Rey D. Fernando en la abadía de Covarrubias donde enterró a la sra. Infanta D.ª Cristina su esposa”.
Este hallazgo se confirmó con la identificación y apertura de un sarcófago gótico que se encontraba en el claustro de la Colegiata. Dentro, en un humilde ataúd de madera, se hallaron los restos muy bien conservados de una mujer de elevada estatura, fuerte y joven, entre 26 y 28 años, apreciándose una completa dentadura con piezas pequeñas, iguales y blancas; las manos, con dedos cortos y finos, conservaban algunas uñas largas y cuidadas; el cabello largo y rubio. Junto a su cabeza se halló un pergamino con algún verso y recetas para el “mal de oídos”. No había duda era la princesa Cristina de Noruega, Infanta de León y Castilla.
La repercusión de la noticia fue extraordinaria en España, pero sobre todo en Noruega. Los homenajes se sucedieron y el 13 de abril de 1958 se descubrió junto la sarcófago de la joven princesa una placa conmemorativa costeada por la representación diplomática noruega, en la que se recuerda la fecha del nacimiento, matrimonio y fallecimiento de Cristina. Sorprende la existencia de una pequeña campana de navío junto al sarcófago, dentro del arcosolio, cuya instalación se desconoce, pero según la leyenda de la localidad, las jóvenes casaderas que la hagan sonar encontrarán esposo en el plazo de un año.
Los homenajes continuaron, y en 1978 la ciudad noruega de Tonsberg financió una estatua de bronce de la princesa, obra del nórdico Britt Sorensen, que se instaló en el jardín existente frente a la portada de la Colegiata, lugar donde actualmente se realizan los actos oficiales anuales y donde nunca faltan flores de temporada.
Felipe, fallecido doce años después, en 1278, y enterrado en Villalcazar de Sirga, nunca cumplió la promesa que hizo a su esposa de edificar una iglesia en honor al rey y santo noruego. Sin embargo, la Fundación Princesa Kristina de Noruega, creada en 1992, con el fin de promover y fomentar los lazos e intercambios culturales entre Noruega y España, ha conseguido que aquella promesa del s. XIII se haga realidad.
Las gestiones durante esta década han permitido que, tras un concurso, el trabajo de los arquitectos españoles, Pablo López y Jorge González, haya sido el elegido para su inmediata realización. La Capilla de San Olav será un edifico moderno, con espíritu prerrománico y románico, pero además, estará preparado como espacio cultural de la zona, edificándose muy cerca de Covarrubias, en un paraje natural de singular belleza: el Valle de los Lobos.
La princesa vikinga, la princesa olvidada, Cristina de Noruega, será ahora más recordada que nunca, y, después de casi 800 años, verá cumplido su mayor deseo desde que vino a España. De esta manera, se ha recuperando el espíritu de aquel matrimonio de Estado, manteniendo y consumando algunos de los postulados por los que fue concertado. A veces, la Historia es capaz de volver sobre sus propios pasos.
El pasado 29 de octubre, como viene siendo tradicional todos los años, la Corporación municipal leonesa visitó la Catedral de Santa María y, junto con el Cabildo catedralicio y en solemne procesión, acudieron hasta la Iglesia de San Marcelo para honrar las reliquias del titular del templo y Patrón de la ciudad y pronunciar el discurso o pregón conmemorativo, este año a cargo de la cronista oficial, Margarita Torres Sevilla.
Marcelo fue centurión romano de la Legio VII Gemina establecidaen León. Durante las fiestas del mes julio del año 298 que celebraban el nacimiento del emperador Maximiano, los mandos de la Legión debían de realizar en honor a su Emperador, sacrificios a los dioses en el trascurso de la parada militar.
A la hora de la inmolación, Marcelo se despojó de sus armas, se negó a sacrificar y, haciendo pública confesión de su fe cristiana, proclamó que sólo adoraría al verdadero Dios del cielo y la tierra. Allí mismo fue detenido y con el tiempo enviado a Tánger, juzgado y condenado a muerte por el prefecto africano Agricolao, según la tradición, el 29 de octubre del año 298.
El cuerpo de San Marcelo fue descubierto el 28 de agosto de 1471 durante la toma de Tánger por los soldados portugueses del Rey Alfonso V, gracias al hallazgo ocasional de una lápida con la inscripción: “MARCELLUS, MARTIR LEGIONENSIS”. Tras arduas gestiones realizadas personalmente por rey Fernando el Católico, los restos del santo leonés llegaron a nuestra ciudad y fueron depositados en la iglesia que hoy lleva su nombre. Marcelo había vuelto a León.
Pero, así como en el s. III Marcelo entregó voluntariamente sus armas, dieciséis siglos después, concretamente a mediados del s. XIX, el centurión romano fue privado de su armamento en un curioso episodio ocurrido durante la serie de expolios contra el patrimonio leonés.
El 9 de diciembre de 1869 el comisionado por S.A. Francisco Serrano, Regente del Reino, el secretario del Museo Arqueológico Nacional, un vocal de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos, junto con un representante del Gobierno Civil de la provincia, procedieron a incautar en la Basílica de San Isidoro de la ciudad y trasladar a Madrid para que formaran parte de los fondos del recién creado Museo Arqueológico Nacional (1867), una serie de objetos artísticos: un códice del s. XIV, un óleo sobre tabla, seis cofres, cajas o arcas de diferentes periodos, entre las que sobresalía un arca de ágata y plata del s. XI, y por supuesto, el magnífico crucifijo románico de marfil, que Fernando I y su esposa Sancha regalaron a la Basílica. De esta manera, se ejecutó uno de los saqueos de arte más significativos de la ciudad de León.
Esta situación no era nueva. Dos años antes, el director del Museo Arqueológico Nacional por aquel entonces José Amador de los Ríos, en unos de sus frecuentes viajes a León en busca de piezas para el Museo, localizó en la Iglesia de San Marcelo de la ciudad, concretamente sobre la talla de San Marcelo, obra de Gregorio Fernández (s. XVII) que preside el retablo del altar mayor, una espada de las denominadas jinetas que la imagen del santo portaba al cinto.
El alto valor artístico-histórico de la pieza dio lugar a la realización de importantes gestiones o presiones por parte de José Amador de los Ríos, teniendo como resultado que, al año siguiente, la espada fuera “donada” por el Cabildo de la iglesia de San Marcelo al Museo Arqueológico Nacional, pasando a formar parte de los tesoros artísticos leoneses que se localizan, por una u otra causa, en Madrid.
Esta denominación del tipo de espada tiene un significado incierto. Se relaciona su origen con la tribu berberisca de los benimerines o zenetes, que entraron en la Península en el s. XIII. A pesar de su origen africano, la jineta es un arma de producción exclusiva del periodo nazarí, existiendo dos tipos de espadas jinetas: las empleadas para la guerra, prácticamente exentas de decoración, y las de lujo, utilizadas en paradas o desfiles militares, recepciones, regalos, etc.
Éstas últimas, se caracterizan por una hoja estrecha de doble filo, ligera y recta, sobresaliendo sus bellas y decoradas empuñaduras que las hace únicas. Estas empuñaduras constan de una guarda con un arriaz muy curvo que inclina sus brazos hacia el arranque de la hoja, y en el que se muestra una profusa decoración a base de calados, nielados, textos, repujados o esmaltes, realizados en plata, filigranas de oro, incrustaciones de piedras, marfil, etc. Suelen ser de una sola mano y rematada por un pomo esférico, que a su vez finaliza con un botón un poco alargado; todo ello, siguiendo la exuberante decoración del arriaz.
La vaina suele ser de madera, forrada de cuero y decorada con rica guarnición en la embocadura y en las dos abrazaderas, cuyo fin es la suspensión del hombro mediante tahalí y contera, como se puede observar perfectamente en el soldado de la derecha de la pintura del Greco, El martirio de San Mauricio y la legión tebana, cuadro en el que también se distinguen otras jinetas suspendidas del hombro de otros soldados. Este tipo de espadas están documentadas por primera vez en las pinturas de la bóveda de la Sala de los Reyes de la Alhambra, donde el grupo de los diez primeros sultanes nazaritas, todos con jinetas, están representados en una pintura realizada sobre cuero, que resulta insólita en la tradición iconográfica islámica.
Se conservan muy pocos ejemplares. En la Biblioteca Nacional de París, se exhibe una espada jineta adquirida en Granada a principios del s. XIX; otras dos, se encuentran en el Museo de la ciudad alemana de Kassel y en el Metropolitano de Nueva York. Pero la mayoría se encuentran en España: una en el Museo de San Telmo de San Sebastián; dos en colecciones privadas, de Pedro Pidal y del Marqués de Campotéjar; dos en el Museo del Ejército, posiblemente las más conocidas popularmente ya que pertenecieron al famoso a Ali-Atar, alcaide de Loja, y otra que la tradición atribuye a Boabdil, el último rey de Granada. Estas dos últimas jinetas, fueron capturadas en 1483, en la batalla de Lucena.
Pero, sin duda, la espada leonesa que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional es una de las más bellas a la vez que posee la historia más apasionante. El propio Museo Arqueológico realiza una reciente y magnífica descripción de la jineta de San Marcelo, en texto realizado por Gaspar Aranda Pastor:
Esta espada constituye un ejemplar singular de la panoplia de armas de la Edad Media. Mide 95 cm de alto y 9,6 cm de ancho y se compone de hoja de acero y empuñadura de azófar, aleación de cobre y zinc.
La hoja es de doble filo con canal axial poco acusado hasta la mitad, sobre el que figura por ambas caras una marca flanqueada por dos estrellas de cuatro puntas. La marca, realizada con un punzón probablemente nazarí no identificado, presenta tres círculos concéntricos, el intermedio contiene quince crecientes y el interior un pequeño triángulo central.
Los especialistas consideran que la hoja es original. La empuñadura consta de: grueso pomo redondo con caras de círculos relevados en el anverso y reverso, y coronado por un botón; puño husiforme formado por dos piezas; y arriaz con forma ultrasemicircular de perfil superior ondulado, centrado por un escudete trilobulado (perdido en una de las caras con posterioridad a 1892).
Los brazos del arriaz, caídos hacia la hoja, rematan en ganchos hacia el exterior para soportar láminas caladas por tres filas paralelas de círculos. Estos remates se han identificado con cabezas de aves por A. Fernández-Puertas.
El artesano nazarí ha decorado la empuñadura de azófar mediante las técnicas del damasquinado y del nielado con oro y plata, respectivamente. Así, concibió la ornamentación en dos planos con un tema de lazo de círculos enlazados, superpuestos a las bandas que siguen los ejes marcados por los círculos.
Las bandas muestran inscripciones, y los espacios intermedios se rellenan con ataurique. Las inscripciones rezan lo siguiente, según F. Fernández y González: en el pomo, "No hay permanencia sino en Dios, que es subsistente"; en el puño, repetido dos veces: "El imperio permanente y la gloria duradera son propiedad de Dios"; y en el arriaz, en un lado: “No hay permanencia sino en Dios, que es Supremo", y en el otro: "La subsistencia toda es de Dios, que es Supremo ".
La espada, que ha sido objeto de algunas intervenciones, ha perdido su vaina, pero se debe suponer que estaría guarnecida con brocal, abrazadera y contera, siguiendo el mismo patrón decorativo de la empuñadura tal y como muestran los trazos inconclusos en el arriaz.
El origen de la espada leonesa es una incógnita, aunque es muy probable que llegara a León junto con el cuerpo de San Marcelo, y como ofrenda de Fernando el Católico que estuvo presente en el acto ocurrido el 29 de marzo de 1493.
La jineta, supuestamente entregada como ofrenda al santo por Fernando el Católico y fechada por expertos en la segunda mitad del s. XV, debió pertenecer a algún o algunos de los altos personajes árabes de Granada. Después de pasar cerca de cuatro siglos colgada al cinto de la talla de San Marcelo, en el retablo del altar mayor de la iglesia de León, le esperaba su nueva y definitiva ubicación en Madrid para ser valorada y admirada en el recién creado Museo Arqueológico Nacional. Pero no iba a finalizar ahí su historia, aún le esperaba una nueva e inesperada aventura.
El panorama político español al final del reinado de Amadeo de Saboya era desolador. En Madrid, los motines y algaradas populares eran frecuentes. El 11 de diciembre de 1872, un grupo de insurgentes republicanos salieron a la calle siendo uno de sus objetivos el Museo Arqueológico, en aquel momento instalado en un antiguo palacete, denominado Casino de la Reina, en la madrileña Glorieta de Embajadores.
El asalto al Museo no formaba parte de la acción político-revolucionaria de los alborotadores, sino que, únicamente, se trataba de conseguir cualquier tipo de arma allí expuesta. Antonio García, director en aquel momento del Arqueológico, relató los sucesos de aquella noche:
Entraron en el denominado Salón Árabe, sin que se les pudiera oponer resistencia. Los cinco individuos del cuerpo de orden público que guardaban el establecimiento no tenían otras armas que tres revólveres por lo que, notando la insistencia con que los amotinados les buscaban, creyeron prudente ocultarse. El conserje del Museo trató de calmar la violencia de los amotinados, ebrios en su mayor parte, haciéndoles algunas concesiones, como un revólver de su propiedad y una carabina del jardinero. No pudo impedir que otros se apropiaran de unas armas antiguas de poco valor, salvo una espada granadina que es la única pérdida importante a lamentar.
La llegada de los soldados provocó la huida de los asaltantes que rápidamente desaparecieron por las calles adyacentes al Museo. Uno de aquellos revolucionarios se llevó con él la jineta de San Marcelo, hecho que pudo haber sido el final de la historia de la pieza. Sin embargo, la suerte quiso que durante su ronda habitual dos civiles militarizados, miembros del 10° Batallón de Voluntarios de la Libertad, escuchasen gritos y vivas a la República.
Localizados los alborotadores, los militares les dieron el alto efectuando uno de ellos un disparo al aire que produjo la huida instantánea de los dos amotinados, soltando lo que llevaban en las manos: una vieja bayoneta y una espada antigua, espada que resultó ser la jineta de San Marcelo, robada momentos antes del Museo.
La jineta de San Marcelo recuperó su lugar en la Sala Árabe, y aún se puede contemplar hoy junto con otras piezas de origen hispanoárabe, en las estancias del Museo Arqueológico Nacional de Madrid.